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Educación Afectiva

Artículo revisado y actualizado: 15 de mayo del 2025.
Dr. Enrique A. León Maristany

El afecto como eje en la educación artística

Cuando entré por primera vez a un aula como profesor de arte, llevaba un plan detallado y muchas teorías en la cabeza. Había estudiado pedagogía y conocía metodologías, pero al ver a mis alumnos reales frente a mí, comprendí algo esencial que ningún libro me había enseñado: la importancia del afecto. Noté que una mirada cálida o una palabra de ánimo podía cambiar por completo la atmósfera de la clase. Poco a poco descubrí que, sin una conexión afectiva, el proceso de aprendizaje se quedaba incompleto.

El valor del afecto en la relación educativa

Esa primera experiencia me enseñó que educar va más allá de transmitir conocimientos; se trata de crear un vínculo humano. Recordé una frase del pedagogo brasileño Paulo Freire que había leído en mis años de estudiante: “La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”. En aquel momento estas palabras cobraron vida ante mis ojos. Comprobé que, cuando los estudiantes sienten cercanía y respeto, se atreven más a participar, preguntan sin miedo y aceptan mejor los retos. En cada taller de arte, el cariño y la confianza mutua actuaban como pinceladas invisibles que iluminaban el ambiente

Tiempo después descubrí que otra gran pedagoga, María Montessori, también ponía el afecto en el centro de su método. “En el centro de todo está el amor… el conocimiento… se transmite mejor a través del instrumento del amor”, decía Montessori, enfatizando que la empatía y la calidez son el canal por el cual realmente llega lo que queremos enseñar. Y es cierto: un estudiante que se siente valorado y comprendido es como una esponja lista para absorber no solo técnicas artísticas, sino también valores y confianza en sí mismo. El afecto auténtico crea un clima en el que el alumno se anima a explorar y a expresarse, ingredientes fundamentales en el arte.

El papel emocional del docente

Con el tiempo entendí que no solo importa el afecto que brindamos a los alumnos, sino también cómo manejamos nuestras propias emociones como docentes. Al inicio de mi carrera, confieso que quise aparentar siempre seguridad y seriedad frente a mis clases. Pensaba que mostrar mis inseguridades o emociones sería contraproducente. Sin embargo, la experiencia y las lecturas reflexivas me llevaron a lo contrario. Freire me recordó que el educador “no es un ser invulnerable”. Es tan gente, tan sentimiento y emoción como el educando. Es decir, los maestros también somos humanos que sienten miedo, alegría, frustración o entusiasmo, y reconocer esto nos hace más auténticos. Aprendí a hablar con honestidad cuando algo no salía como esperaba, o a pedir disculpas si me equivocaba. Lejos de perder autoridad, eso humanizaba la relación y les enseñaba a mis alumnos que equivocarse es parte natural del aprendizaje. Asimismo, comprendí que ser docente implica atreverse a mostrar cercanía. Freire advierte que no hay que temer demostrar cariño en la enseñanza; según él, no debemos “cerrarnos a la necesidad afectiva” de nuestros estudiantes. Solo alguien que ha sido privado de afecto podría reducir la enseñanza a algo frío y sin alma, vaciándola de vida y sentimientos.  Por el contrario, cuando el profesor enseña con amor y empatía, crea un espacio seguro donde el estudiante puede florecer. En palabras de Francisco Imbernón, quienes eligen ser docentes han de desarrollar aptitudes como la empatía, la capacidad de trabajar en equipo, la comunicación y las habilidades interpersonales. Estas cualidades emocionales del docente son tan importantes como su dominio técnico de la materia. Al fin y al cabo, un profesor de arte no solo enseña a dibujar o esculpir, sino también inspira con su actitud y sensibilidad.

La práctica frente a la teoría

Otro gran aprendizaje de mi trayectoria fue la diferencia entre lo que uno planifica en teoría y lo que ocurre en la práctica. En la universidad nos inundaron de teoría pedagógica, pero nada se compara con enfrentarse a la realidad de una clase. Recuerdo haber preparado una sesión perfecta sobre la historia del arte, con diapositivas y conceptos, pero bastaron unos minutos con un grupo de adolescentes inquietos para darme cuenta de que necesitaba algo más que teoría para captar su atención. Como señala el propio Freire, “la situación concreta que [el docente] enfrenta en el salón de clase no tiene casi nada que ver con los discursos teóricos” que se acostumbró a escuchar en su formación. Tuve que adaptarme, ser flexible y creativa, y sobre todo pasar del discurso a la acción. En esas circunstancias cobró sentido para mí la pedagogía de Célestin Freinet, que aboga por el aprendizaje vivencial. Freinet decía que “los niños y niñas aprenden trabajando… La vía natural y universal del aprendizaje es el tanteo experimental”. Y tenía razón: en mis clases de arte, cuando dejé de lado el exceso de explicación y propuse a mis alumnos “manos a la obra” —ya fuera mezclando colores, modelando arcilla o improvisando una pequeña obra de teatro—, el aula se transformó. La teoría adquirió vida al integrarse con la práctica creadora. Descubrí que mis estudiantes no solo entendían mejor los conceptos artísticos al aplicarlos, sino que también se sentían más motivados. La práctica les permitía apropiarse del conocimiento de manera significativa, mientras que mi rol pasaba de ser una oradora a ser una guía que acompañaba y observaba con orgullo cómo cada uno encontraba su propia voz artística.

De la infancia a la juventud: diferencias y permanencias

A lo largo de los años he tenido la suerte de enseñar tanto a niños de primaria como a jóvenes universitarios. Sin duda, cada etapa tiene sus particularidades. Los niños suelen mostrar su afecto sin reservas: te llenan de dibujos y abrazos espontáneos; necesitan ese contacto cercano y responden con entusiasmo a dinámicas lúdicas y calidez maternal o paternal. Los jóvenes, en cambio, a veces levantan una coraza de aparente autosuficiencia. En mis primeros cursos con adolescentes noté que al inicio me ponían a prueba y ocultaban sus inseguridades tras actitudes desafiantes o desinteresadas. Pero incluso con ellos, cuando lograba construir un clima de confianza y respeto, vi derrumbarse esas murallas. El afecto sigue siendo el eje, solo que se manifiesta de formas distintas. 

Me di cuenta de que, aunque enseñar a un niño de 7 años no es lo mismo que orientar a un joven de 20, en el fondo ambos necesitan sentirse valorados. Un niño requiere más guía y paciencia explícita; un joven agradece más la autonomía y el trato horizontal. Sin embargo, todos somos humanos en formación. Como educadores debemos adaptar nuestras estrategias a la edad, sí, pero sin perder la empatía ni el trato humano. Al fin y al cabo, como afirmó Freire, —quien trabajó principalmente con adultos—, “la educación es un acto de amor” y esa premisa no conoce edad. Montessori, dedicada a la educación de la primera infancia, también basó su pedagogía en el amor y el respeto por el niño como ser completo. Esta coincidencia no es casualidad: grandes pedagogos de diferentes épocas y contextos reconocen que la calidad del vínculo afectivo entre maestro y alumno determina en gran medida el impacto de cualquier contenido enseñado. Ya sea en un taller de pintura con niños o en un seminario de arte contemporáneo con universitarios, he comprobado que el estudiante aprende más y mejor si siente que su profesor se interesa genuinamente por él, por sus ideas y por su crecimiento.

La educación como experiencia humana y transformadora

En última instancia, enseñar arte —o cualquier disciplina— es un acto profundamente humano. No se trata solo de cumplir un currículo, sino de tocar vidas. Freinet lo resumió de forma hermosa al decir que “la educación no es una fórmula de escuela, sino una obra de vida”. Cada clase que imparto, cada proyecto creativo que emprendo con mis alumnos, me recuerda que la educación forma parte de la vida misma: con sus relaciones, sus emociones, sus desafíos y sus triunfos compartidos. He visto a estudiantes descubrir en el arte una forma de expresarse cuando las palabras no les alcanzaban; los he visto superar timideces, conectar con sus compañeros, creer en sí mismos. Y yo también me he transformado con ellos. Pero el impacto no ocurre en un solo sentido: uno enseña, pero también aprende de sus alumnos, crece como persona en cada encuentro. 

La verdadera educación, aquella que deja huella, siempre implica una transformación. No es un simple traslado de datos de la mente del docente a la del alumno, sino un proceso de cambio mutuo y construcción conjunta. Francisco Imbernón habla de asumir la educación entendida como una acción transformadora y renovadora de la sociedad y de uno mismo. Ese enfoque transformador lo he visto en acción cada vez que un estudiante descubre su talento, cuestiona una injusticia a partir de una discusión en clase o simplemente amplía su mirada del mundo gracias al arte. Son momentos en que la educación trasciende lo académico para volverse vida vivida, y el aula se convierte en un lugar de encuentro humano.

Educación afectiva escolar en la práctica

He obtenido una considerable cantidad de conocimientos de destacados pensadores, no obstante, no tengo la intención de hacer referencia alguna, ya que la educación, al igual que el arte, constituye una práctica constante.

La presencia en el aula no es una cuestión filosófica, sino una práctica, en la que se lleva a cabo un profesional de la pedagogía que trabaja con mentes y almas, forma espíritus, cambia conductas y recibe una gran presión por la gran responsabilidad.

La docencia nos hace pensar, nos hace renegar, nos hace reír, nos hace en una palabra vivir. Para poder enseñar se requiere reflexionar, pero también se requiere ejemplificar. De esta forma será más significativo el mensaje. 

Estando impartiendo clases a infantes de primaria, es como se percibe la sorprendente magnitud que pueden presentarse. Los niños hacen acciones en cuestión de segundos, te ponen en apuros, te hacen preocupar, pero también te hacen sonreír… 

En una ocasión, al asistir a unos estudiantes en la computadora, me llamó la atención sobre el resto. En un momento, en un solo instante, Cataplum… un sonido y una risa general, dos niñas forcejeando en el suelo, piernas arriba y calzones al aire. Cuando me acerqué, solo me miraron. 

No se ha publicado ningún ensayo de pedagogía acerca de este tema. Sus caritas y sus miradas solo me brindaron una profunda sonrisa, tomaron mi mano, se levantaron, luego se sentaron y pude proseguir con mi clase. 

Existen momentos en los que el concepto de autoridad no soluciona nada. Los reglamentos no se ajustan a las circunstancias, los muy teóricos piensan que tienen un consejo… Los expertos exponen cómo deberías haber actuado correctamente.

En el momento en que se imparte clase en el aula, las circunstancias son diversas, y existen múltiples casos únicos y auténticos. ¿Cuál es el método para tomar medidas en caso de que una persona experimente tantos estados de ánimo? Cuando ya no dispones de palabras, únicamente te queda sonreír. Cuando se te acaban las ideas, solo te queda sonreír; cuando se te acaban las fuerzas para poner disciplina, solamente te queda sonreír. 

Sin embargo, en el aula sabrás que hay muchas cosas para las que la universidad no te ha preparado. En ningún libro de filosofía se encuentra una respuesta clara para todo. Lo que te ayuda y te brinda soluciones para la mayoría de los problemas es no pensar solo como maestro, debes pensar como padre o como madre, y encontrarás en el fondo de tu corazón la sabiduría para estos problemas.

En cierta ocasión, asistía a unos infantes en sus dificultades de aprendizaje. Al voltear, un niño experimentó algunos problemas de deficiencia motriz. Tenía desde la nariz hasta la barbilla una gran cantidad de mocho que fluyó de manera inesperada. Al abrir mi maletín, tomé papel higiénico, es algo que porto especialmente cuando trabajo con niños. Aseé su carita y se sentó feliz a seguir trabajando. O en el momento en el que una pequeña niña se me acerca y me dijo muy cerca al oído: —¿Tiene papel higiénico? — sin reflexionar, le doy y salió corriendo hacia el baño. Tenía un niño que no podía dejar de hablar, era imposible… le ofrecí diez céntimos por 5 minutos de silencio, la oferta llegó a cinco soles, y, aun así, no podía parar de hablar. Probé de todo hasta consulté al psicólogo para que me diera una idea, no encontré ninguna forma de que guardara silencio al menos cinco minutos. Finalmente, concluí que solo había que esperar que crezca.

Durante una clase con jóvenes en relación con un contenido del currículo, examiné y percaté de que un estudiante, evidentemente, carecía de capacidad para solventar el problema que le encomendé. Le brindé pistas para mejorar, le presenté ejemplos, le aconsejé un método, y finalmente, todo resultó peor de lo que comenzó. 

Al observar los resultados durante la evaluación y notar la confusión de su rostro, asumí la culpa respirando y le pregunté: —¿Qué parte es la que no me dejé entender?-- me respondió tímidamente --todo--. En ese momento respiré con mucha calma y le dije: --está bien, volveremos a empezar de nuevo--—.

No puedes creer que vas a separar la paternidad o la maternidad de tu práctica educativa. No eres su padre, pero estás siguiendo lo que su padre comenzó: su educación. 

No serás reconocido, no serás comprendido en ocasiones, no serás premiado, ya que la tarea de maestro es igual que la de un padre o una madre, sin reconocimiento ni recompensa. Eso es amor, eso es afecto, eso es vocación verdadera, dar sin esperar recibir: y cuando todos tus alumnos hayan dejado el aula, te quedarás sentado terminando tu trabajo, al final, respirarás un momento, verás atrás tu pasado y la herencia que dejaste a tus alumnos para su futuro… En caso de que tu labor sea llevada a cabo con afecto y amor, puedes comprender que otorgaste una lección extra. Asimismo, les instruiste a amar al prójimo sin esperar recompensa.

Cuando los estudiantes llegan tarde hay que disciplinarlos, cuando los estudiantes no se esfuerzan hay que motivarlos, cuando los estudiantes triunfan hay que aplaudirlos. Al finalizar la jornada, hay que dejarlos ir, pero debes asegurarte de que no solo aprendieron la lección, sino también que la lección fue aprendida con afecto. De esta forma, habrás cumplido con tu función de maestro, llenando no solo sus mentes, sino también sus corazones… Eso es educación afectiva, lo demás es cuento.

Educación afectiva en educación superior

La creencia de que trabajar con jóvenes que salen de la adolescencia o adultos es diferente que trabajar con niños es algo muy cierto, ya que las personas han logrado un mayor grado de independencia y eso los hace diferentes, pueden tomar una mayor cantidad de decisiones. Lo que no es diferente es que debes trabajar con el mismo entusiasmo y con el mismo afecto.

El afecto es universal, sin excepción alguna, y en la educación, ¿es necesario llevar a cabo la misma? La respuesta es que sí, la educación superior no es ajena a esta regla. Aprendieron a estudiar, han aprendido a resolver sus tareas, a dar sus exámenes y la forma de aprobar la materia. Asimismo, han aprendido a mentir, a dar excusas, y a copiar la tarea.

Como maestro, motivarlos es más difícil, ayudarlos también. Al igual que los niños, necesitan ayuda, necesitan un guía, y necesitan cambiar su conducta como parte del aprendizaje.

En conclusión, mi experiencia como docente de arte me ha mostrado que el afecto no es un complemento ni un lujo en la educación: es la savia que la nutre, el hilo invisible que entrelaza el saber con el ser. El conocimiento florece cuando se siembra en un terreno abonado por el respeto, la empatía y el cariño. La teoría cobra verdadero sentido cuando se enraíza en la práctica viva y en la realidad única de cada estudiante.

He aprendido que tanto el niño que empuña por primera vez un pincel como el joven que presenta su proyecto final en la universidad necesitan, en esencia, lo mismo: alguien que crea en ellos, que los escuche con atención sincera y los anime a seguir explorando su camino. Necesitan una guía que enseñe con el intelecto, sí, pero también —y sobre todo— con el corazón.

Pero la educación artística, como toda verdadera educación, no es solo una transmisión de saberes: es un acto de amor profundo y una apuesta por el potencial humano que cada alumno lleva dentro.


Sara Pumachara Portillo
Destacada estudiante de la UNDQT


Título: Pempero del matsiguenka mariposas
Técnica: Acuarela

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